A su orden, los hombres derribaron la puerta y entraron estruendosamente. El sonido de sus pesadas botas pisando hacía retumbar el suelo y rompía el silencio que hasta entonces había reinado allí.
Cruzó el umbral de la puerta con paso tranquilo. Dentro, el aire era denso y el ambiente estaba excesivamente cargado, muestra evidente de la escasa o nula ventilación de la que habría disfrutado la vivienda en muchos días, semanas quizá.
Fue atravesando el oscuro y angosto pasillo dejando atrás dos habitaciones. La primera la encontró abierta a la izquierda. Era la cocina. Varias latas de conserva se amontonaban abiertas y vacías en la mesa, junto a dos sucios platos. En el interior de un armario sin puerta se podían distinguir unas pocas latas más esperando que les llegara su inminente hora y un trozo de pan de considerable mal aspecto. Con media sonrisa, pensó que probablemente un pedazo de madera sería más tierno que aquel pedrusco custodiado por moscas. La siguiente habitación la encontró a la derecha. La puerta apenas estaba abierta, pero no fue necesario mirar para descubrir que se trataba del baño. Del interior surgía un repulsivo olor de excremento mezclado con agrio vómito y en su rostro se dibujó una fea expresión de asco.
Unos metros más adelante encontró, por fin, su destino. A su izquierda se hallaba el comedor de la casa. Unos débiles rayos de luz se escurrían entre las lamas de las persianas, permitiéndole contemplar la escena.
Una sucesión de imágenes y recuerdos se abalanzaron dentro de su cabeza y le condujeron a la memoria una vieja historia que el tiempo se había encargado de enterrar en un lejano pasado.